Mar en Tlalpan
Pamela Rivera / Sopa de burbujas

Cuando Susana conoció a Arturo, supo que tenía superpoderes: el de convertir en canción cualquier rincón de la Ciudad de México siempre fue su favorito, por eso le gusta regresar a él aunque ya habiten otros cuartos y otros brazos. Ella disfruta siendo música y caos a su lado, además, cuando están juntos todo es una vacación secreta de su vida cotidiana.
La última vez que lo vió, la citó afuera de una de las estaciones de la línea azul del metro, eran las diez de la noche y el vagón iba casi vacío, un hombre canoso y muy arrugado de la cara y de su traje, tocaba el violín. El aire caliente del metro tenía una sensación fresca de playa y no sofocante como es costumbre. Susana sentía como si estuviera cruzando una especie de portal para verlo en la Portales.

Cuando llegó, se sentó unos minutos en una banca de metal del andén, no llevaba sus lentes, entonces le escribió un mensaje a Arturo con el fin de advertirle que cuando la encontrara, iba a tener que ponerse muy cerca de ella para que pudiera reconocerlo, justo cuando le dio clic al botón de enviar y levantó la cabeza, él ya estaba junto a ella. Lo primero que hizo fue sonreír y quitarse sus lentes grandes y cafés para ponerlos en los ojos de Susana y aliviar un poco su miopía, luego se abrazaron, fuerte, un abrazo más largo y más apretado de lo que la gente suele abrazar cuando abraza. Caminaron hacia fuera, Susana no supo bien qué tanta maraña de cosas dijo porque estaba nerviosa; a pesar de haber vivido y explorado con él tantos rincones desde hace 6 años, sigue temblando los primeros cinco o diez minutos siguientes a sus “holas”.
Subieron a un puente peatonal y Arturo la detuvo justo a la mitad.
­¿Quieres que veamos los coches ‘yéndose’ o ‘llegando’? ­ Ella respondió que los quería ver llegando, así que se recargaron en los tubos del barandal con las miradas hacia el norte y un montón de coches con sus luces rojas y amarillas pasándoles por el sur.
­¿Te has dado cuenta que si cierras los ojos el sonido de los coches andando se parece al del mar?
Luego bajaron del puente y entraron al Café Tlalpan, se sentaron en uno de los gabinetes azul cielo del fondo. Pidieron dos caguamas, un club sándwich y unas sincronizadas. Él puso al Grupo Niche en la rocola. Los dos cantaron casi coordinados que una aventura, es máaaas bonita, si no miramos el tiempo en el reloj...

A veces Arturo se le quedaba viendo a Susana y se reía.
­¿Qué? ¿Por qué te ríes?
­ Nada, nada. Me gustas mucho. 
Siempre me he preguntado qué hace una mujer tan bonita como tú conmigo...
Ahora la que se reía era ella. Los nervios otra vez.
¿Sí hubo amor, verdad, Susana? Todavía lo hay, ¿no? Mira, aquí seguimos.

La mesera les aventó la cuenta a la una de la mañana, ellos querían más cerveza pero ni ahí ni en las tiendas cercanas se las quisieron vender.
Arturo propuso que fueran a Los Alpes en la calle Miramar, Susana aceptó. Al entrar, pidieron bebidas y las llaves de una habitación por una ventana donde no es posible verle la cara a nadie, como si hicieras trueque con un fantasma o un pirata. Subieron al primer piso y se metieron al cuarto 107.

Estuvieron un rato navegando en palabras que ya no tenían mucho sentido, palabras que se interrumpieron con un beso junto a la ventana de la habitación, y sus ganas, que los fueron empujando y empujando hasta que llegaron a la cama. Se llenaron de saliva, de sal, y armaron y desarmaron sus cuerpos como se arman y desarman las olas cuando chocan contra piedras grandes y lo salpican todo. Cuando las mareas se calmaron, luego­luego las volvieron a agitar hasta quedarse dormidos; antes Susana puso sus dedos en la espalda de Arturo, un cosmos de piel morena y estrellas (que más bien son lunares) y atesoró ese momento porque con ellos nunca se sabe cuándo será la última vez.
Eran casi las nueve de la mañana y Susana se despertó con la voz ronca de Arturo diciéndole:
­Los coches allá afuera pasando sí se escuchan como olas del mar.
Ella tomó su mano y con un espasmo casi involuntario, lo apretó de más, un apretón de esos que dicen “te quiero para siempre”.
Se quedaron en la cama, sin ropa y en silencio mirando el techo que estaba lleno de reflejos dorados, como esos que se ven en el agua cuando le pegan los rayos de sol. 
Habían encontrado un mar en Tlalpan.
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